18 de mayo de 1781
M i c a
e l a
En esta guerra, que ha hecho crujir la tierra con dolores de parto, Micaela
Bastidas no ha tenido descanso ni consuela. Esta mujer de cuello de pájaro
recorría las comarcas haciendo más gente y enviaba al frente nuevas
huestes y escasos fusiles, el largavistas que alguien había pedido, hojas de
coca y choclos maduros. Galopaban los caballos, incesantes, llevando y trayendo
a través de la serranía sus órdenes, salvoconductos, informes y cartas.
Numerosos mensajes envió a Túpac Amaru urgiéndolo a lanzar sus tropas sobre el
Cuzco de una buena vez, antes de que los españoles fortalecieran las defensas y
se dispersaran, desalentados, los rebeldes. Chepe, escribía, Chepe,
mi muy querido: Bastantes advertencias te dí…
Tirada de la cola de un caballo, entra Micaela en la Plaza Mayor del Cuzco,
que los indios llaman Plaza de los Llantos. Ella viene dentro de una bolsa de
cuero, de esas que cargan yerba del Paraguay. Los caballos arrastran también,
rumbo al cadalso, a Túpac Amaru y a Hipólito, el hijo de ambos. Otro hijo,
Fernando, mira.
Sagrada lluvia
El niño quiere volver la cabeza, pero los soldados le obligan a mirar.
Fernando ve cómo el verdugo arranca la lengua de su hermano Hipólito y lo
empuja desde la escalera de la horca. El verdugo cuelga también a dos de los
tíos de Fernando y después al esclavo Antonio Oblitas, que había pintado el
retrato de Túpac Amaru, y a golpes de hacha lo corta en pedazos; y Fernando ve.
Con cadenas en las manos y grillos en los pies, entre dos soldados que le
obligan a mirar, Fernando ve al verdugo aplicando garrote vil a Tomasa
Condemaita, cacica de Acos, cuyo batallón de mujeres ha propinado tremenda
paliza al ejército español. Entonces sube al tablado Micaela Bastidas y
Fernando ve menos. Se le nublan los ojos mientras el verdugo busca la lengua de
Micaela, y una cortina de lágrimas tapa los ojos del niño cuando sientan a su
madre para culminar el suplicio: el torno no consigue ahogar el fino cuello y
es preciso que echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte y
dándole patadas en el estómago y pechos, la acaben de matar.
Ya no ve nada, ya no oye nada Fernando, el que hace nueve años nació de
Micaela. No ve que ahora traen a su padre, a Túpac Amaru, y lo atan a las
cinchas de cuatro caballos, de pies y de manos, cara al cielo. Los jinetes
clavan las espuelas hacia los cuatro puntos cardinales, pero Túpac Amaru no se
parte. Lo tienen en el aire, parece una araña; las espuelas desgarran los
vientres de los caballos, que se alzan en dos patas y embisten con todas sus
fuerzas, pero Túpac Amaru no se parte.
Es tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco. Al mediodía en punto,
mientras pujan los caballos y Túpac Amaru no se parte, una violenta catarata se
descarga de golpe desde el cielo: cae la lluvia a garrotazos, como si Dios o el
Sol o alguien hubiera decidido que este momento bien vale una lluvia de ésas
que dejan ciego al mundo.
Eduardo Galeano