miércoles, 8 de mayo de 2013


18 de mayo de 1781

M i c a e l a






En esta guerra, que ha hecho crujir la tierra con dolores de parto, Micaela Bastidas no ha tenido descanso ni consuela. Esta mujer de cuello de pájaro recorría las comarcas haciendo más gente y enviaba al frente nuevas huestes y escasos fusiles, el largavistas que alguien había pedido, hojas de coca y choclos maduros. Galopaban los caballos, incesantes, llevando y trayendo a través de la serranía sus órdenes, salvoconductos, informes y cartas. Numerosos mensajes envió a Túpac Amaru urgiéndolo a lanzar sus tropas sobre el Cuzco de una buena vez, antes de que los españoles fortalecieran las defensas y se dispersaran, desalentados, los rebeldes. Chepe, escribía, Chepe, mi muy querido: Bastantes advertencias te dí…
Tirada de la cola de un caballo, entra Micaela en la Plaza Mayor del Cuzco, que los indios llaman Plaza de los Llantos. Ella viene dentro de una bolsa de cuero, de esas que cargan yerba del Paraguay. Los caballos arrastran también, rumbo al cadalso, a Túpac Amaru y a Hipólito, el hijo de ambos. Otro hijo, Fernando, mira.

Sagrada lluvia

El niño quiere volver la cabeza, pero los soldados le obligan a mirar. Fernando ve cómo el verdugo arranca la lengua de su hermano Hipólito y lo empuja desde la escalera de la horca. El verdugo cuelga también a dos de los tíos de Fernando y después al esclavo Antonio Oblitas, que había pintado el retrato de Túpac Amaru, y a golpes de hacha lo corta en pedazos; y Fernando ve. Con cadenas en las manos y grillos en los pies, entre dos soldados que le obligan a mirar, Fernando ve al verdugo aplicando garrote vil a Tomasa Condemaita, cacica de Acos, cuyo batallón de mujeres ha propinado tremenda paliza al ejército español. Entonces sube al tablado Micaela Bastidas y Fernando ve menos. Se le nublan los ojos mientras el verdugo busca la lengua de Micaela, y una cortina de lágrimas tapa los ojos del niño cuando sientan a su madre para culminar el suplicio: el torno no consigue ahogar el fino cuello y es preciso que echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte y dándole patadas en el estómago y pechos, la acaben de matar.
Ya no ve nada, ya no oye nada Fernando, el que hace nueve años nació de Micaela. No ve que ahora traen a su padre, a Túpac Amaru, y lo atan a las cinchas de cuatro caballos, de pies y de manos, cara al cielo. Los jinetes clavan las espuelas hacia los cuatro puntos cardinales, pero Túpac Amaru no se parte. Lo tienen en el aire, parece una araña; las espuelas desgarran los vientres de los caballos, que se alzan en dos patas y embisten con todas sus fuerzas, pero Túpac Amaru no se parte.
Es tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco. Al mediodía en punto, mientras pujan los caballos y Túpac Amaru no se parte, una violenta catarata se descarga de golpe desde el cielo: cae la lluvia a garrotazos, como si Dios o el Sol o alguien hubiera decidido que este momento bien vale una lluvia de ésas que dejan ciego al mundo.
Eduardo Galeano 

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